Tras casi una hora de retraso, hambrientos y parcialmente
congelados, parecía que por fin entrábamos en la estación de Parma. Nos
dirigimos hacia las puertas del vagón. Cuando el tren se detuvo por fin,
tiramos decididos de la manivela que debía dar paso a la libertad. La realidad
fue muy distinta; pese a la insistencia y el esfuerzo las puertas no se abrían.
Corrimos al otro extremo con el mismo resultado. Empezaba a sentirme en una
ratonera cuando uno de nuestros acompañantes bajo la ventanilla para pedir
auxilio, aunque este nunca llegaría. Con el tren a punto de partir y después de
haber esperado tanto no quedaba otra opción, saqué el cuerpo por la ventanilla,
me agarré al techo y salté fuera, aterrizando con cierta fortuna en el andén y
reponiéndome rápido para ayudar a bajar a mi hermano y otros dos señores que se
encontraban en nuestra misma situación; y todo eso cuando el silbato que
reanudaba la marcha estaba próximo a sonar. No puedo negar que a toro pasado la
descarga momentánea de adrenalina hasta nos supo bien.
Estatua de Garibaldi en la plaza principal de Parma |