Por muchas fotos vistas o historias escuchadas nada es comparable a tenerla delante. Siempre recordaré la primera vez que se puso ante mis ojos en kowloon, engalanada en rascacielos multicolor con la noche como aliada y el reflejo sobre las aguas, dejando en la distancia el pico Victoria con diminutas motas luminosas cuales luciérnagas de jardín.
Ya de día, no tuve más opción que tomar el ferry y acercarme
a ella. Los edificios se agigantaban, el tráfico entraba en ebullición,
empezaba el ajetreo mercantil. Las calles discurrían en todas direcciones y yo
cada vez me sentía más pequeño, perdido y encantado. Nos dejamos llevar hasta
los niveles medios, recorrimos las viejas tiendas de anticuarios y supongo que
pasamos por algún templo, pues aún siento en mi nariz el fuerte olor a incienso
con una nota a verduras procedente de los puestos vecinos.
Seguimos moviéndonos. Construcciones coloniales, un zoo público en pleno centro y hasta una catedral, negocios varios, patos que cuelgan de escaparates esperando ser devorados, bambú que adorna cual andamio. A cada giro una nueva sorpresa. Las pasarelas conectan la ciudad, pudiendo llegar de un punto a otro sin casi tocar el suelo, y mucho menos mojarse. Tan pronto cruzábamos un edificio como nos metíamos en medio de la frondosa vegetación.
Las playas del sur, el monte Vitoria o los caminos de montaña, como la vieja carretera del pico (Old Peak Road) nos sirven para desconectar del bullicio, reconociendo la faceta más relajante de Hong Kong.
En mis últimas horas por aquellos territorios no pude evitar
pasear de nuevo por ella y dedicarle una última mirada que deje grabada a
fuego. Aunque casi me cuesta el vuelo de regreso, valió la pena. Espero no
tardar demasiado en volver a recordarla, al menos por escrito, porque
mentalmente permanece bien presente.
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