Hemos de situarnos en el centro del país, al norte de la
ciudad de Nagoya, en la región conocida como los Alpes Nipones, que buen honor
hacen de tal apelativo. Perdidas entre las montañas, varias villas aún
sobreviven al paso de los siglos tal y como fueron concebidas, salvo por los
pequeños cambios que la modernización trae consigo, pero ya sabemos como
funciona esto. Días antes de mi visita estaba timorato por el estado de la
carretera para llegar, pero el miedo era infundado; en la región se preocupan
especialmente de mantenerlas bien despejadas. Desde Takayama (magnífica villa
cuyo relato os adeudo) subimos al autobús rumbo a un mundo que prometía ser de
ensueño, empezando por el propio viaje en sí.
Al llegar, un manto blanco lo envolvía todo, despuntando por
encima los elevados tejados de paja de las gassho-Zukuri (nombre típico que se
da a las casas), de los que colgaban cientos de heladas estalactitas. Nos
dejamos llevar entre los caminos excavados, con la buena escolta que representa
el tener casi dos metros de nieve a cada lado y el juego que da. Al entrar a
una casa, respetuosos con la tradición, debíamos dejar los zapatos fuera. En
lugar de caminar sobre madera parece que lo hacíamos sobre cristales, siendo un
buen ejemplo para usar la vieja frase de "dolor por placer". Cada
hogar era fiel reflejo de espíritu rural, contando con los elementos que un día
dieron de comer a los que habitaron en ellos. Desde criaderos de gusanos de
seda, elementos de forja y labranza, vestuarios enteros de paja (chubasquero
incluido), agujeros para la hoguera con sus cazos correspondientes y hasta el
fuego encendido, corrales, dormitorios. Todo para nuestro goce y disfrute.
Además, como todo buen pueblo, tiene sus respectivos templos y salones
comunales.
Allá donde posara la vista el corazón me daba un salto, no
acostumbrado a una dosis tan alta y continua de belleza. En otras estaciones su
aspecto será radicalmente distinto, pero en mi caso ese vestido blanco le
encajaba a la perfección. Todo un paraíso rural al servicio de los sentidos.
Desde mi intención de conocer las costumbres del país a
fondo debo confesar que me superó. Jamás habría sido capaz de imaginar el
detalle y cariño depositados en cada estructura, con la naturaleza endulzando
la mezcla como pocas veces había visto. Fue uno de los mejores momentos de todo
el viaje, hasta el punto de que la llama de la ilusión (y unos buenos fideos
calientes) me hicieron sentir algo menos aquel terrible frío que hoy recuerdo
con tanto cariño.
Enhrabuena! Yo estuve en Shirakawa hace 6 años, y pasé más frío q un tonto (20 bajo cero) pero lo recuerdo con cariño..
ResponderEliminarHola Pedro, bienvenido! si hay algo que no olvidaré de Shirakawa es justamente el frio, y eso que ha nosotros dentro de todo nos hizo buen día... aunque pese a cualquier condición climatológica creo que es difícil no recordar con cariño esta pequeña villa
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