Si seguimos camino hacia el sur, pasadas las Alpujarras y superada la serranía, el mediterráneo en todo su esplendor aparece ante nosotros. Zigzagueando junto a la costa, una vez pasado el castillo de Salobreña, seguramente nos encontraremos con alguna vieja atalaya que aguanta erguida el paso de los siglos dándonos la bienvenida a todo un paraíso en la tierra. Cuando los fenicios atracaron por primera vez en estas costas quedaron prendados de un emplazamiento al que bautizaron como Sexi y que más tarde, habiendo el latín conquistado ya la península y dado paso a la España de los califatos, paso a llamarse Almuñecar.
Como dijo Washington Irving, estoy pisando una tierra encantada y me encuentro rodeado de románticos recuerdos. Sin embargo, y pese a que estar aquí es todo un festín para los sentidos, mis estancias en este edén no tendrían el mismo sentido sin la compañía y amistad de quienes comparten este placer. Y es que la magia de este lugar hace que las conversaciones que se dejan pendientes un año se retomen al siguiente como si los días no hubiesen pasado. Compartimos un sueño que no tiene fin en mi memoria, pues siempre llevo marcados a fuego los recuerdos generados, como las barbacoas con salto desde el peñón tal y como nuestras madres nos vieron al nacer bajo un manto de estrellas. En mis oídos las risas, en mis ojos el brillo de la luna sobre el mar, en mi corazón los amigos.
Cae ya el sol junto al mar, reflejando el viejo peñón y sombreando el perfil del castillo. La luna se asoma al mundo y el viento mueve la arena, las olas rompen con brío. La noche se aproxima un día más y mi idilio se acerca a su fin, hasta entonces, seguiré disfrutando de la vida y del afecto de esta tierra y sus gentes como no podría ser de otra forma, sexitanamente.
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