Tras casi una hora de retraso, hambrientos y parcialmente
congelados, parecía que por fin entrábamos en la estación de Parma. Nos
dirigimos hacia las puertas del vagón. Cuando el tren se detuvo por fin,
tiramos decididos de la manivela que debía dar paso a la libertad. La realidad
fue muy distinta; pese a la insistencia y el esfuerzo las puertas no se abrían.
Corrimos al otro extremo con el mismo resultado. Empezaba a sentirme en una
ratonera cuando uno de nuestros acompañantes bajo la ventanilla para pedir
auxilio, aunque este nunca llegaría. Con el tren a punto de partir y después de
haber esperado tanto no quedaba otra opción, saqué el cuerpo por la ventanilla,
me agarré al techo y salté fuera, aterrizando con cierta fortuna en el andén y
reponiéndome rápido para ayudar a bajar a mi hermano y otros dos señores que se
encontraban en nuestra misma situación; y todo eso cuando el silbato que
reanudaba la marcha estaba próximo a sonar. No puedo negar que a toro pasado la
descarga momentánea de adrenalina hasta nos supo bien.
Estatua de Garibaldi en la plaza principal de Parma |
Repusimos fuerzas a base de focaccia y panini antes
de encararnos a la estatua de Garibaldi, con la nieve cayendo, aprovechando de
paso la ocasión, cual parmesano recién rallado. Callejeamos un poco por el
centro histórico y nos sumergimos en la catedral, apreciando previamente su
rosáceo baptisterio y su campanario, bien cubierto de andamios (no olvidemos
que estamos en Italia), que estaba en restauración tras el incendio que sufrió
hace unos años a causa de una tormenta eléctrica.
Parece que pese al sosegado ambiente que reinaba en la
ciudad, con las calles prácticamente desiertas gracias a las inclemencias
meteorológicas, no era lo bastante sereno para nosotros, por lo que nos dimos
un paseo por el monasterio anexo a la iglesia de San Juan Evangelista,
emplazado justo detrás de la catedral. En su interior lo más destacable es la
antigua especiería o farmacia de la congregación, que conserva su interior como
antaño.
La catedral parmesana |
Para terminar caminamos por el patio de lo que la guerra
dejó del Palacio de la Pelota, hogar durante décadas de la familia Farnesio. La
historia de su denominación no deja de ser curiosa y algo tenemos que ver, pues
fue llamado de esta forma tras ver a los españoles practicar entre sus muros el
juego del mismo nombre. Atravesamos sus arcos y llegamos al río. Como colofón,
una mirada eterna y reflexiva al Po en su albino discurrir hacia el Adriático.
Palacio de la Pelota |
El río Po congelado en Parma |
El baptisterio románico de Parma |
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