Llevábamos poco más de un día en Perú desde que
aterrizásemos en Lima de madrugada y hasta el momento todas nuestras
expectativas se habían ido cumpliendo con creces, aunque nuestro camino no
había hecho más que comenzar. Con la excitación a flor de piel iniciamos la
ruta que debía guiarnos por los territorios del sur, superando montañas, valles
y lagos, hasta alcanzar el corazón del antiguo imperio incaico en el valle
sagrado y adentrarnos en la profundidad de la selva como telón de fondo de esta
aventura. Paracas era nuestro primer destino fuera de la capital.
Siguiendo la costa por la carretera Panamericana (esa mítica
autovía que une el continente de norte a sur y que muchos se han atrevido a retar
aunque pocos lo han conseguido), el paisaje conformado por barriadas de casas
de ladrillo sobre las laderas de las afueras de Lima iba dando paso a un
desierto aun impregnado de los tonos grisáceos que parecían emanar de esta
última. Alcanzando la ciudad de Pisco el sol apareció al fin, a poco de llegar
a nuestro destino, donde nos esperaba Ricardo Hernández. En sus manos, y sobre
todo en sus palabras, estaba el hacernos disfrutar y descubrir la reserva nacional de Paracas.
Con el fin de proteger la importante diversidad de fauna y
flora tanto marina como terrestre que atesora esta zona, se declaró como reserva
en 1975. Viendo la belleza del lugar no es de extrañar que siglos atrás fuese
el hogar de la cultura paracas (700 a. C. – 200 d. C.), estableciendo en la
península una de sus principales necrópolis en las que a principios del siglo
XX el arqueólogo peruano Julio C. Tello
tuvo a bien descubrir los vestigios de esta civilización. En los magníficos
mantos que envolvían las momias se puede ver la riqueza de vida que tenían
estos territorios y la interpretación que se hizo de ella en el pasado,
representándola con las formas y colores más variopintos.
Poco antes de alcanzar la costa nos detenemos en mitad de la
reserva. Ricardo limpia cuidadosamente la arena que cubre el suelo hasta que
sobre las rocas aparecen numerosos fósiles. En otra época el terreno que
tenemos bajo nuestros pies formó parte del lecho marino que, a causa de los
movimientos tectónicos, terminó por emerger y formar esta península.
Seguimos el recorrido y al fin alcanzamos la playa de Yumaque. El océano pacífico se expone ante nosotros en todo su esplendor, de un azul profundo salpicado por el vuelo de las gaviotas y el canto de los zarcillos que acompasan el romper de las olas. La tranquilidad lo inunda todo y el paso del tiempo se reduce a un pequeño lapso en la memoria. Cerca de este lugar se encuentra la famosa “catedral” o al menos lo era en el pasado, pues está formación rocosa quedo destruida en el terremoto que asoló la región en 2007. Actualmente solo los pelícanos parecen mantener la devoción.
Desde aquí, siguiendo el perfil de los acantilados,
continuamos hasta la playa roja,
cuyo nombre de por sí es antesala de lo que uno espera encontrar. En efecto,
debido al tipo de mineral que la acción del mar erosiona, la arena es de tonos
rojizos, creando un singular contraste con el agua del océano; belleza en
estado puro. A lo lejos, sobre un resquicio de tierra, se divisa el minúsculo
pueblo de pescadores de Lagunillas,
con algunas barcas aún faenando a la espera de obtener alguna captura.
Parece que finalmente no les ha ido mal, pues aún tienen género cuando llegamos a comer. Pescado fresco, vistas al mar y un refrigerio a base de cerveza bien levanta cualquier alma. Al terminar regresamos a la ciudad. Como regalo de despedida Ricardo nos narra la historia de cómo surgieron los colores de la bandera nacional que ideó José de San Martín. En 1820, durante la guerra de independencia de Perú, el general observó como las parihuanas (flamencos andinos) volaban sobre su escuadra mientras desembarcaba en la bahía de Paracas. Se dice que los colores de sus alas, rojo, y el de su vientre, blanco, le sirvieron de inspiración para representar el sentimiento de libertad que tanto anhelaba.
Cautivados por los relatos de Ricardo junto con la
magnificencia natural de la que acabamos de disfrutar finaliza nuestro
recorrido por la reserva nacional de
Paracas. Al mirar hacia la península es fácil imaginar porqué durante
siglos ha cautivado a todos los que han habitado este lugar. Nosotros no somos
una excepción, pues nos hemos dejado atrapar por él como ya les ocurriera a
otros en el pasado.
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